Y un día se acabó. Los visitantes levantaron sus petates, hicieron las paces con la tierra a la que molestaron con su carpa, se despidieron de sus anfitriones y alzaron el pulgar en busca de un nuevo aventón. La Ciudad de Salta, la linda, los tiene de rehenes, mientras se ponen al día con las cosas de la comunicación y se llenan la panza con comida. Atrás quedaron los quesos, los panes y los mates que fueron de la dieta diaria.
La experiencia Quilmes ha sido la primera, y por lo tanto la más intensa hasta ahora. Fueron unos 6 días, donde hubo asambleas comunitarias, plato de guiso en casa del cacique, insolación y hospitales, visita a escuelas, a artesanos, a pulperías y a la cancha de fúltbol más linda de todas.
La gente de Quilmes, distante pero afectuosa, nos abrió las puertas de su vida lentamente, como quién no quiere mostrar del todo un tesoro sin valor (monetario) que vienen cuidando celosamente. Llegamos a comprender sus horarios de sol y de fresca, a fuerza de enfermar de delirio, y a entender que, a veces, lo mejor es sentarse a mirar un viejo Western mientras se diluye el fuego de la tarde en la fresca del anochecer.
Gente sencilla y trabajadora la de Quilmes, gente que no comparte mucho (¿o todo?) de lo que un porteño defiende como estándar, que persigue un progreso que está en el pasado, en ese pasado que perdieron, borrado por la imposición de la fuerza. Reivindican su territorio con tenacidad, con acciones judiciales y con acciones de cuerpo. Son una unidad comunitaria, que toma sus decisiones por asamblea, y que conocen de la traición de los propios y los ajenos.
Son los Quilmes, para quién escribe estas líneas, gente contenta con lo que tiene y con las posibilidades que le brinda su entorno. Es gente generosa y educada, con un sistema de vida basado en el más absoluto respeto por la tierra y por el prójimo. Es gente de la que se puede aprender mucho, si se está dispuesto a eso.
Fotos y texto de Mariano Iñiguez.
